martes, 22 de marzo de 2011
La isla de los muertos
Hay momentos en que la belleza se vuelve casi insoportable, te complica respirar con normalidad y te llena la panza de mariposas, con la potencia de 100 primeros besos. Me pasó mientras caminaba por la Alte Nationalgalerie de Berlín. Traía los pies húmedos y azules por la combinación monstruosa de lloviznita con frío polar, hacía casi dos horas que subía y bajaba escaleras, entraba y salía de galerías medio mareada, medio empalagada por tanta cosa. Desde un fondo difuso un guardían de sala cantaba una melodía extraña que finalmente resultó ser una propaganda de algo que no entendí. Eran muchas las cosas que no entendía, pero para ese momento no me resultaban amenazantes, el alemán me sonaba cada vez más como una canción de cuna. Ya empezaba a imaginarme el enorme café acompañado por un aún más enorme chocolate que iba a conseguir cuando me topé con esta pintura y me fui de mí. No sé cuánto tiempo estuve parada, a una distancia prudencial, un poco porque temía que vinieran a retarme, otro tanto porque no me sentía digna de respirarle tan cerca. Busqué alguna mirada cómplice que tuviera la misma expresión de bobo embelezamiento que tenía yo, y nada. Ahí estaba, sola y enamorada con ganas de regalarle a Böcklin una caja de bombones en forma de corazón, de abrazarlo y decirle que su pintura me había dejado así, boba. Me fui cuando un señor de trajecito azul empezó a revolotear a mi alrededor con cara de preocupación, no sabía si estaba en éxtasis o a punto de sufrir un infarto. Da lo mismo, la sola existencia de esa pintura me alcanza para querer volver, una y mil veces a esa salita oscura de la Alte Nationalgalerie.
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