miércoles, 18 de mayo de 2011


No puedo lograr que sobrevivan mis jazmines. A lo largo de los años he ido comprando montones de jazmines, chinos, del país, azóricos, cualquiera que tuviera cierto parecido con el jazmín glorioso que crecía en la casa de mi abuela entrerriana. Una mata verde y perfumada, desbocada y frondosa que hacía las veces de glorieta sobre un garage y caía pesada sobre la vereda. Ese olor me recuerda a una de las personas que más quise en la vida y creo que mis jazmines intuyen la carga emotiva y se sienten presionados, pobres. Uno tras otro los veo palidecer y secarse, exhaustos, cansados de soportar mi mirada inquisidora, suplicante, cargosa, como un novio que te pregunta cada dos minutos si lo querés o no. Y a mí me da pena seguir insistiendo, pero no lo puedo evitar. Cuando desde el colectivo veo en alguna casa uno de esos que ya son árboles y que de tan contentos florecen a destiempo, sonrío esperanzada, pensando en comprar fertilizante, macetas más grandes, taparlo con una mediasombra hasta que tome coraje. Hablen con sus plantas, pero no las ahoguen con sus expectativas, lo mismo corre para las personas.

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