viernes, 16 de enero de 2009

Vacaciones

Voy a tomar Cinzano Rosso con hojitas de menta. Echada en una hamaca paraguaya pensaré en cuánto me gustan las palabras chamarrita, inusitado y recoveco. Cuando me canse de hacer nada voy a jugar a que sé cocinar. Y como nadie me va a ver, también voy a jugar a que canto, bailo y recito como los dioses. Media hora escuchando una cigarra no va a ser una pérdida de tiempo. Y por un rato seré Tita Merello en Los isleros. A la noche voy a salir a caminar en camisón y en una de esas me cruzo a la llorona. Voy a reeditar una danza para la lluvia que inventé con mi hermana. Y un montón más de cosas ridículas, para eso están las vacaciones, ¿no?

miércoles, 14 de enero de 2009

Los hombres se enferman más que las mujeres. Es la única explicación que se me ocurre para que en la sala de espera de esta clínica en vez de tener sintonizado un canal neutral tipo TN tuvieran el canal Garage (de cuya existencia me enteré hoy). De todas maneras, prefiero ese programa de bajo presupuesto con señores con bigote hablando de autos alrededor de una mesa de formica a Marcelo Bonelli despotricando por el precio del tomate o las tomas aéreas de “la feliz”.

Insusanizable

Una vez me disfracé de novia y jugué a casarme con mi vecino en las escaleras de mi casa. Tendría 4 años. Esa fue la última vez que la idea me pareció atractiva. Hace un tiempo me preguntaron “¿si se quieren tanto por qué no se casan?”. Porque no creo que casarse tenga que ver con querer tanto al otro como con querer otras cosas. Sí creo en enamorarse y con eso me alcanza. Además la verdadera razón por la que no me he casado es que David Strathairn ya tiene señora.

martes, 13 de enero de 2009


Una vez me explicaron que la Luz Mala no era otra cosa que la fosforescencia producida por huesos de vacas en descomposición. ¡Qué ganas de quitarle el encanto a una noche en el campo! Si no me importó enterarme de que no existían Papá Noel, ni los Reyes Magos ni el chocolate light, esto me arruinó un verano. Después de haber sido plantada por la Solapa, lo mínimo que esperaba de esas noches en la quinta era un encuentro cara a cara con la Luz Mala. Imaginaba que la pobre se habría ganado el mote de “mala” después de encandilar sin querer al caballo de algún gringo asustadizo. ¿Qué podía ser tan terrible de un espíritu? Al fin y al cabo, todos tenemos uno, o más. Quería escuchar su versión. Si en realidad era tan mala, seguro tendría alguna explicación. Me niego a creer en la maldad porque sí.
Nunca nos encontramos. Una vez la vi debajo de un limonero. Salí corriendo, pero cuando llegué había desaparecido. Se ve que ella me tenía más miedo a mí. Hizo bien, la iba a taladrar con preguntas. Eso sí, ahí no había ninguna osamenta.


lunes, 12 de enero de 2009

viernes, 9 de enero de 2009

En el pelo me faltaba un camalote

Me tomé quince días de vacaciones. Me entregué a la felicidad de hacer nada sin cargo de conciencia. Por eso me llamó la atención notar que, de vuelta en Buenos Aires, seguía cansada. Le eché la culpa al viaje en El Turista. Cuando eso caducó se lo atribuí a las altas temperaturas que azotaban las calles porteñas. También pensé que podía deberse al abuso de la cerveza y otros brebajes. Hoy me levanté por tercera vez con los ojos hinchados. Mientras me miraba al espejo tratando inútilmente de disimular la hinchazón con cuanta base encontré, la vi. Ahí estaba la culpable. Y estaba en toda la cara y sobre los hombros caídos. Sobre el pelo, sorpresivamente lacio, y en las piernas temblorosas. Era ella, la añoranza. A mis perfectas vacaciones les había faltado algo. Estuvieron los regalos en el árbol, las tortas amorosamente preparadas por mi madre, el helado de limón, el Parque Sarmiento, los libros raros, un lapacho gigantesco en el jardín, un pájaro carpintero y hasta el canto de un zorzal. Pero me faltó el Paraná. A esta altura debería saber que es imperativo visitarlo por lo menos una vez al año.

Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!


Juan L. Ortiz
"Fui al río", en El ángel inclinado, 1938

jueves, 8 de enero de 2009

Elogio de la chica cool


Chica cool vive cerca del barrio de Palermo, nunca en él. Por lo general no come carne. Pero fuma y toma tragos de dandy. Tiene amigos muy modernos. Son músicos, poetas, artistas. Ella es fotógrafa o diseñadora, o las dos cosas. Es linda y si no lo es tanto, no importa, suele tener mucho carisma, mucho “glamour” y otras cosas. Hace su propia ropa o la compra en feria americana, nunca la vas a ver en un shopping. Sus amigas también son cool y a menudo son las modelos que aparecen, espigadas y misteriosas, en sus fotografías. Sale a comer a lugares muy chiquitos que generalmente sólo ella y su círculo conocen. Su novio hace cine, usa barba y remeras viejas. Viajan por el mundo y vuelven llenos de fotos y souvenirs ridículos que desparraman por su dos ambientes. Tienen un gato con nombre de escritor. Su familia está compuesta por una madre que fue hippie, un padre científico o profesor de la UBA y una tía medio loca que le regala bombones de licor para su cumpleaños.
Chica cool es adorable, no es conciente de su encanto. Esta muchacha nos hace bien porque durante un ratito volvemos a tener quince años y desear secretamente que la chica copada nos elija para jugar en su equipo de voley, nos pida que le hagamos gancho con ese primo por el que no dábamos un peso o nos enseñe a hacernos ese peinado tan loco.

miércoles, 7 de enero de 2009

Helena




Hace poco visité la casa de mis padres en Córdoba. Además de consumir carbohidratos como único nutriente y beber fernet con coca todas las noches, tuve tiempo de revisar las fotos familiares. He aquí a mi bisabuela, tan chic.

El jardín no era tan grande como el que mostraba el aviso y la bajante del río había dejado una franja de barro viscoso en la orilla. Hacía calor y la noche caía pesada sobre el Delta. Después de todo, ¿qué importaban el barro y los mosquitos si teníamos a Billie Holliday? Él hacía sonar los hielos en su vaso, sus piernas largas colgaban desde la hamaca paraguaya. Yo leía un libro y lo espiaba cada tanto. Me gustaba mirarlo a escondidas. No me avergonzaba el sólo hecho de mirarlo, me aterraba tener que explicarle qué tenían de fascinantes todos sus movimientos o el tono de su voz. Prefería hacerlo sin que él lo notara. Como esa octava galletita que no engorda porque la comés cuando tu compañera de trabajo se fue al baño.
Siempre se me ocurrían los piropos más ridículos en los momentos menos oportunos. Esa tarde había sentido el impulso irrefrenable de elogiar la perfecta posición de medio loto que él adopta cada vez que las discusiones suben de tono. Me contuve. ¿Qué diría él si supiera que mientras le digo que es un soberbio, que no lo soporto y que se prepare su propio Cinzano estoy pensando en que me da mucha ternura la vehemencia con que defiende el cine ruso y que tiene los ojos más azules que ayer? No, señor, si hay algo que una no quiere perder en esta vida es la compostura. Mejor le sigo diciendo que se curta mientras pienso que tiene la piel más linda del planeta.

lunes, 5 de enero de 2009

En defensa del factor 40


Porque ya completé mi cuota de pecas en los hombros o, tal vez, porque a los casi 31 años las arrugas no necesitan una mano para entrar en escena. No termino de entender por qué es todavía tan difícil para algunos pensar el verano sin el bronceado “marrón”. Quiero aclarar que el mío no es un caso de imposibilidad, tengo la capacidad de broncearme sólo que prefiero no hacerlo. Tampoco soy alérgica al sol, ni miembro de un culto misterioso. Me dirán que una se ve más bonita, hasta más flaca, etc. Señores/as, la piel ajada, reseca, parecida a la corteza de un árbol no es atractiva, y sobre todo no es saludable. No en vano en los ochenta se lo denominaba “tostado”. Así que si usted me conoce, ahórrese el comentario sobre la ausencia de color en pleno enero.

sábado, 3 de enero de 2009

Mi abuela Cory


    

Con ella tomé mis primeros sorbos de whisky a las siete de la tarde. Conocí el encanto de las cremas y de los perfumes. Aprendí que se puede hacer un excelente asado sin dejar de ser una señora coqueta. Todavía la veo revisando las brasas en una noche de enero. La piel de los hombros, brillante, casi nacarada asomada a una camisa, siempre de color. El pelo cobrizo, recogido en un cuidado rodete; las uñas, indefectiblemente pintadas de rojo. Le gustaba tenernos cerca y contarnos historias. Todo en ella me parecía fascinante. Ahora que lo pienso, no había mucho fuera de lo común en su vida. Se había enamorado muy joven, se había casado con ese hombre que le llevaba 15 años. Había tenido cinco hijos, había viajado, y cosas por el estilo. Pero si una la escuchaba con atención, siempre había un detalle que delataba su naturaleza extraordinaria. El primer diálogo que tuvo con mi abuelo fue desde la copa de un árbol. Entre sus mascotas hubo ñandúes, virachos, tapires. Viuda desde muy joven, dormía con un revólver debajo de la almohada aunque era incapaz de matar una cucaracha. Pero lo que más atención me llamaba era eso, verla al mando de la parrilla. Aunque hubiera hijos, yernos, nietos, sobrinos, hermanos, el asado lo hacía ella. Este detalle tan insignificante cobra otro sentido en una provincia como Entre Ríos. Ahí el asado es cosa de hombres, y las cosas de hombres pocas veces se discuten. Cuando pienso en una mujer poderosa, entre otras se cruza la imagen de mi abuela. Linda, perfumada, sonriente, sirviendo el asado a todos los hombres de mi familia.