Nacer un 31 de enero marcó una infancia de cumpleaños solitarios, o por lo menos, poco concurridos. Nunca me faltaron el festejo familiar y la torta. Pero al lado de los cumpleaños de mi afortunada hermana, nacida en noviembre, llena de compañeritos de jardín, animadores, regalos y demás, el mío resultaba lamentable. Y no es que mis padres no le pusieran ganas. Desplegaban toda su creatividad, convocaban primos y vecinitas a modo de extras, decoraban la casa, inflaban globos. Pero las fotos no mienten. Y ahí estamos, mi madre, mi padre, alguna abuela, una nena que no sé quién es, muchas guirnaldas y yo, usando un bonete que legimitaba el festejo. Lo curioso es que yo era feliz con esos mamarrachos. Todavía hoy mis cumpleaños conservan esa atmósfera extraña de autoconvocados, locaciones atípicas y el aporte de la vida adulta: el alcohol. Pero tiene su costado positivo. El “fin de mes”, sumado a haberse gastado toda la plata durante sus vacaciones obliga a aquellos que me quieren a esforzarse con los regalos. Entonces zafo de los típicos e impersonales perfumes, remeras,
best sellers, etc. Me moriría de tristeza si alguien cayera con
El código Da Vinci. En general recibo cosas más significativas. La golosina que me gusta, un libro que ya leyeron y que los hizo pensar en mí, un brindis sorpresa con torta, canto y todo (a pesar de que sufro durante este tipo de manifestacones), etc. Lo bueno del cumpleaños es sentirse querido y especial para alguien. No importa si son cuarenta, dos o cien personas. Es un día al año en que una realmente se da cuenta de que tan mal no estuvo haciendo las cosas.