miércoles, 7 de enero de 2009


El jardín no era tan grande como el que mostraba el aviso y la bajante del río había dejado una franja de barro viscoso en la orilla. Hacía calor y la noche caía pesada sobre el Delta. Después de todo, ¿qué importaban el barro y los mosquitos si teníamos a Billie Holliday? Él hacía sonar los hielos en su vaso, sus piernas largas colgaban desde la hamaca paraguaya. Yo leía un libro y lo espiaba cada tanto. Me gustaba mirarlo a escondidas. No me avergonzaba el sólo hecho de mirarlo, me aterraba tener que explicarle qué tenían de fascinantes todos sus movimientos o el tono de su voz. Prefería hacerlo sin que él lo notara. Como esa octava galletita que no engorda porque la comés cuando tu compañera de trabajo se fue al baño.
Siempre se me ocurrían los piropos más ridículos en los momentos menos oportunos. Esa tarde había sentido el impulso irrefrenable de elogiar la perfecta posición de medio loto que él adopta cada vez que las discusiones suben de tono. Me contuve. ¿Qué diría él si supiera que mientras le digo que es un soberbio, que no lo soporto y que se prepare su propio Cinzano estoy pensando en que me da mucha ternura la vehemencia con que defiende el cine ruso y que tiene los ojos más azules que ayer? No, señor, si hay algo que una no quiere perder en esta vida es la compostura. Mejor le sigo diciendo que se curta mientras pienso que tiene la piel más linda del planeta.

1 comentario:

Diego dijo...

No sé, a veces hay que dejar de lado la compstura, permitirse un instante de vulnerabilidad para poder recibir el flechazo. Sobre todo si hay ojos azules de por medio.