
La lástima es un sentimiento con mala prensa. Está muy mal visto sentir lástima por alguien. Compasión, puede ser, pero lástima no. Y resulta que consultando el diccionario me vengo a enterar que la definición para compasión es: Sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Una porquería. En cambio la definición de lástima empieza con una palabra clave, enternecimiento. Y algo de eso es lo que me pasa con el dueño de una mercería de mi barrio. Un día, volviendo del trabajo en el 130, vi desde la ventana un negocio destartalado que no tiene mucho que ver con el resto de la cuadra. Desde el colectivo alcancé a divisar unas cajitas que me intrigaron. Una vez en la puerta, me encontré con un anciano sentado sobre un banquito. No dijo nada, no hizo ningún ademán para que me acercara. Esperó a que mi fascinación por ese mundo de botones y cintitas de colores me obligara a entrar. Recién cuando estuve frente al mostrador se levantó. Todo estaba cubierto de polvillo (el señor también). Sacudió un par de cajas de cartón y desparramó el contenido sobre el vidrio. ¡Qué botones! Me contó la historia de cada uno de ellos; dónde los había comprado (sospecho que hace muchas décadas), de qué estaban hechos, para qué se usaban, etc. Toda una apología del “botón de antes”. Elegí un montoncito de los más llamativos y me fui contenta. Sospeché que más contento estaría él, aunque no hizo ningún gesto de entusiasmo. Todo el tiempo actuó como si siempre llegaran chicas a comprar sus botones polvorientos. Durante la media hora que duró mi visita no entró nadie más. Todos los días lo espío desde el colectivo y lo veo igual, sentado en el fondo, como una estatua. Una vez al mes voy a comprarle botones y a escuchar la misma cantinela. Siento que lo hago feliz, pero me parece que es al revés.