lunes, 22 de septiembre de 2008

Luciérnaga


Siento una enorme, irrefrenable y casi ridícula atracción por todo lo que tenga luz (lo mismo me pasa con todo lo que tiene helado). Lo que más recuerdo de las navidades de mi infancia no son los regalos ni los sorbos de alcohol que tomaba a escondidas, sino el momento en que se encendía el árbol y las estrellitas de Navidad. Velas, focos de colores, cajitas de luz, luciérnagas, estrellas fugaces, una obra de Román Vitali, todo aquello que brille captará mi atención durante, por lo menos, quince minutos. La semana pasada descubrí en una fiesta un foco que contenía la imagen de San Cayetano, no soy muy devota, pero este santo luminoso me dejó perpleja. Un efecto similar tenían los rosarios fosforescentes que me regalaban mis abuelas. Nunca pude terminar un Ave María, a mitad de la oración me colgaba con el fulgor del collarcito. Tal vez en mi vida pasada fui un bichito de esos que revolotean alrededor de las lamparitas (si es así, ¡vaya que hemos mejorado!). O puede ser algo genético, mi padre tiene una obsesión por las linternas. Hay una debajo de su almohada, en su mesa de luz, en la guantera del auto, en su llavero, en la caja de herramientas, y sospecho que en todos sus cajones. Con ellas revisa el interior de artefactos, alumbra el camino en su recorrida nocturna por el jardín y es feliz cuando se corta la luz. Al menos él puede alegar que las usa para algo. ¿Yo qué puedo decir si me encuentran muerta de risa en el patio de mi casa revoleando una estrellita encendida en pleno septiembre?

2 comentarios:

Libreta de flores dijo...

a mi también me atrapan los objetos lumínicos.
las decoraciones con lucecitas me retuercen el corazón, me conmueven.
lo mismo me pasa con el fuego, me puedo quedar mirándolo mucho tiempo.

Personas en la sala dijo...

Síiii, si fuera por mí viviría en una covacha llena de foquitos y lamparitas de colores y fanales chinos y etc, impresentable.